lunes, 8 de septiembre de 2008

HAY MAS DE UN CAMINO


Jorge Gómez Barata

Hace poco un joven comentó en clases la etapa histórica conocida como postguerra y comparó la relampagueante reconstrucción de los países derrotados en la II Guerra Mundial, especialmente de Alemania y Japón, con los dilatados, angustiosos y fallidos esfuerzos desarrollistas de América Latina. ¿Por qué ellos pudieron y nosotros no?

Se trata, explicó el profesor, de procesos incomparables. En Europa la destrucción fue una cuestión exclusivamente material y circunstancial, mientras en América Latina el problema es perenne y de naturaleza estructural. En el Viejo Continente el proceso civilizatorio no quemó ninguna etapa y las relaciones, las instituciones y las prácticas que dieron lugar al modo de producción y a la superestructura jurídica y política, se desplegaron sucesivamente, a partir de necesidades propias y procesos endógenos.

Por el contrario, en América Latina no existen las estructuras sociales, sobre todo económicas y políticas que faciliten el desarrollo; la inversión extranjera asociada a políticas imperiales es tan depredadora como el saqueo colonial, no están presentes los incentivos que para el capital nacional representa el mercado interno, no se protegen las pequeñas y medianas empresas nativas y está ausente el ambiente de democracia y estabilidad necesarios para el florecimiento de las fuerzas productivas.

En nuestros países ─ comentó ─ el dominio oligárquico y la connivencia con los imperios europeos y norteamericanos, incluso antes de la introducción del neoliberalismo, convirtieron al Estado en una caricatura y lo encerraron en un círculo vicioso. Durante siglos no existieron argumentos convincentes para conceder más protagonismo respecto a la economía a estados corruptos e ineficaces, controlados por oligarquías antediluvianas, aunque sin esas atribuciones, difícilmente el Estado pueda cumplir la función de arbitrar entre los diferentes actores y asegurar el bien común.

El dominio fascista y militarista que convirtieron a las economías de Alemania y Japón en economías de guerra y los bombardeos aliados que redujeron a escombros sus principales centros industriales, destruyeron sus vías de comunicación, colapsaron los sistemas de servicios y redujeron a la pobreza a sus ciudadanos, no destruyeron la cultura ni la tradición productiva, no suprimieron la calificación de la fuerza de trabajo, no dañaron sensiblemente la disciplina del trabajo ni la eficiencia de la gestión ni la ocupación militar, liquidó al nacionalismo.

Ni siquiera decenas de planes como el Marshall podría reproducir en los países latinoamericanos los resultados que uno solo produjo en Europa donde, para la reconstrucción fue suficiente una inyección de capital y cierto respaldo tecnológico. En América Latina, el problema no se reduce a disponer de dinero, capital de inversión, créditos o ayudas para el desarrollo, sino de un fenómeno cualitativo, un cambio que comienza por desplazar del poder a las oligarquías nativas, modificar las constituciones y las reglas, crear un nuevo marco jurídico para el tratamiento al capital extranjero, poner fin a la exclusión, devolver el poder que le fue confiscado al pueblo y establecer una democracia participativa.

De no ocurrir los cambios estructurales asociados al rescate de los recursos naturales, la reestructuración de la propiedad de la tierra, la distribución equitativa del ingreso nacional, calificar al Estado para aplicar políticas públicas coherentes con los esfuerzos en materia de desarrollo, difícilmente puedan registrarse avances cualitativos y pudiera subsistir el círculo vicioso en que están atrapadas economías tan poderosas como la brasileña, argentina o mexicano, donde el crecimiento económico no logra vencer a la pobreza, convirtiéndose en una especie de: “Desarrollo del subdesarrollo”.

El punto de partida de los esfuerzos latinoamericanos por el desarrollo comienza por medidas políticas y sociales. Sin justicia social, inclusión y democracia, ningún programa de desarrollo tiene futuro. Si bien lo más importante son los liderazgos legítimos y las vanguardias esclarecidas, es vital reinventar el Estado realmente democrático y participativo, única entidad que convenientemente orientada es capaz de responder a los intereses de la sociedad en su conjunto y no a los de una parte de ella.
Nadie debe llamarse a engaño, el vertiginoso desarrollo de posguerra en Europa no es resultado de los veinte mil millones de dólares aportados por el plan Marshall, ni de la “mano invisible del mercado”, sino de la introducción de enfoques que asumieron elementos del socialismo, un estado de satisfacción de las necesidades del pueblo al que se puede llegar por más de un camino.